Sí, los detesto porque son como los dealers perfectos. Droga y más droga. Es lo que te ofrecen si te cruzas con uno de ellos. Por suerte, no hay muchos. De hecho, me parece que voy a dedicarme a denunciarlos como ya lo hice con el de Haití. No pueden quedar impunes. ¡Que se sepa! ¡Que se conozcan!. Jóvenes y adultos deben estar prevenidos.

El fin de semana pasado, fui invitada por Flacso Uruguay para hablar sobre Transmedia. Por esas casualidades de la vida, la persona con la que debía encontrarme -del que, obviamente, no diré el nombre pues fue quien me recomendó a este chulo- viajaba conmigo en el buquebus. Uruguayo él, pero había venido el día anterior a la Argentina para… bla bla bla.

La cosa es que tuvimos dos horas para charlar en el viaje de ida hacia Montevideo. La Saint Petesburgo oriental, sin canales, pero de dónde uno se va con tortícolis… ¡No se puede dejar de mirar para arriba!. Un edificio más impresionante que el otro.

Por supuesto, ni lerda ni perezosa, comencé con mi cuestionario de costumbre al local más cercano (lugareño): ¿cuál es el mejor barcito? ¿Dónde cambio plata? ¿Hay una Sube uruguaya? ¿Cuánto cuesta el colectivo? ¿Qué librería me recomendás? Y así un listado casi infinito que incluye el mejor cigarrillo, mejor alfajor, la mejor pizzería, el mejor cine, el mejor chivito, la mejor yerba… Por supuesto, cada país tiene preguntas pertinentes y exclusivas como estas últimas.

Entre este ping pong de preguntas y respuestas, me dice: “mirá, cerca de tu hotel, hay una librería muy pequeña, que casi pasa desapercibida que es increíble, ¡tiene de todo y más!, la Purpúrea, y tá, vas a encontrar cosas maravillosas.”.

Ese fue mi error. Cuando consulto por librerías, en general, me refiero a espacios arquitectónicos superespectaculares. Al estilo la Puro verso, la de la calle Sarandí (no la que está en 18 de julio que no vale un peso). Por lo que mi interlocutor pensaba que, de verdad, yo quería comprar libros. ¿Yo, comprar libros? ¡qué va!.

Y allí partí con el planito (de papel, a la vieja usanza) con todos los puntos que debía sí o sí visitar: el bar Tasende (para la pizza al tacho), comprar el alfajor Marley y el Sierra de minas (el blanco, no el de chocolate y al que, de este lado del Río de la Plata, se le dice nevado), el café brasileiro, el Mercado Agrícola, el Museo Torres García, el Centro de fotografía de Montevideo, cerveza La Patricia y muchas cosas más que, de hecho, ya conocía.

Cuando le llega el turno a la Purpúrea, presto atención para no pasarla de largo y veo una estructura en un ángulo de la plaza, pequeña, muy pequeña, casi como un puesto, y la miro con desdén desde afuera. Y vuelvo a pensar que no me expresé correctamente y que de librerías estoy hasta la coronilla. Pero, hete aquí que en la vidriera, veo un libro que ni siquiera sabía que ya había salido a la venta: El diario de Ana Frank, versión animada de Ari Folman a quien amo profundamente por su extraordinaria película Waltz With Bashir. Tuve que entrar. Error, gravísimo error.

Se me acerca un joven, el famoso librero, y le pido el libro para ver. Mientras me lo está entregando, veo otros libros animados de mi otro gran amor (no tengo tantos, pero algunos bastantes) Roald Dahl también animado (nunca los había visto), como el caso de La cata. Y entonces, ni lento ni perezoso, él tampoco, me dice: “Ah, te gustan los libros animados”. Yo respondo: “en realidad, no. Pero amo a Roald…”, mientras mis ojos se dirigen sin que yo les de permiso a un libro con millones de kimonos en la tapa, de la colección de Kokeshi que son como una monada y ahí empezó la caída.

Empezamos a hablar y a comentarnos los gustos, y que a mí me gusta la literatura fantástica y que yo escribo justamente literatura fantástica y acabo de publicar un libro objeto también precioso. Y seguía la caída.

Antes de seguir, doy su nombre: mi librero, ahora de cabecera, en Montevideo, se llama Javier Montiel. Trae su libro, una serie de cuadernillos preciosos, como si fueran cartas en su propio sobre, Astrolabio, que no puedo dejar de tocar y mirar y que estoy a punto de devolver porque recuerden que yo había ido a este país a trabajar y tenía mil cosas que escribir, preparar además de seguir visitando. Pero, Javier agrega: “¿y conocés a Felisberto Hernández?”, contesto: “si no lo conociera, no podría decir que me dedico a las Letras…. Obvio que no solo que lo conozco si no que lo amo (otro) y lamento que no sea tan conocido como un Cortázar…”. Javier me dice: “uno de mis cuentos, se lo dedico”. ¿Hace falta que les diga que no podía dejar de leerlo? Lo hice. Efectivamente era delicioso y hubo una frase que me quedó dando vueltas en la cabeza. Se lo comenté. Seguimos charlando y ya no sabía cómo hacer para dejar ese lugar de perdición.

Mis ojos iban de un lado a otro. Compré una tarjeta con otro kimono (otros de mis vicios, amores, o como quieran llamarlos). Y ahí, tapándome los ojos, metiendo las manos en los bolsillos, en un segundo de lucidez y respirando hondo dije: “por favor, cobráme”.

Detesto a los buenos libreros. Te evangelizan, te convencen. Te muestran drogas nuevas. Te persuaden… Mucho peor, aquellos que te los recomiendan. Porque bueno, si uno se mete solita, vaya y pase. Pero no, hay gente que, además, te los recomienda. ¡Qué mal estamos! Te odio José Miguel (no me presionen, no voy a decir el nombre completo), te odio Javier Montiel, te odio Librería Purpúrea.