En el 2010, Charlie Brown cumplió 60 años y escribí una nota en su honor. Hoy, 5 años después, mi homenaje sigue vigente.
Peanuts es una inolvidable historieta que comenzó a principios de la década de 1950 y que ha formado y sigue formando parte del imaginario colectivo, de la cultura popular y de los íconos referenciales de varias generaciones, no solo por el placer amargo de su humor, entre sutil y surrealista, sino también por esa gozosa perspectiva de ingenuidad y desencanto con la que es observada y viviseccionada la vida cotidiana de la civilización occidental.
Cuando Schulz moría, Armando Capalbo y la que suscribe, decidieron escribir un texto en su honor. Hoy, cuando es Charlie Brown el protagonista, retomo esos apuntes, hechos de a dos y pienso…
Ese diario análisis agridulce de las fobias y los fracasos esgrimió su continuidad, paradójicamente, desde la no renovación, casi desde la inalterabilidad.
Si lo clásico es aquello que a través de los tiempos sigue produciendo sentidos y experiencias, lo que se mantiene imperturbable, aquello que tiene vigencia inquebrantable, entonces Peanuts es un clásico. Un texto gigantesco por sus dimensiones y por su reaparición diaria a lo largo de medio siglo, que desafió el concepto de renovación o remoción para mantener su capacidad de promover ideas, pensamientos y experiencias desde su inalterable identidad, desde su inamovible parecerse a sí mismo. ¿Cómo lo hizo?
No hay tantos analistas de la cultura popular que hayan intentado explicar el espíritu y el clasicismo de Peanuts. La palabra de Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados, fue fundacional. Según Eco: “Los chicos de Snoopy son monstruosas reducciones infantiles de las neurosis del ciudadano moderno en la civilización industrial”.
Así, Schulz plasmó la inseguridad propia de la década del 50 con sus contradicciones de posguerra y su reacomodamiento social, a partir del que surgieron distintos fantasmas colectivos. El cómic de Schulz proveyó a la historieta estadounidense miradas lo suficientemente profundas como para descifrar una época de falta de fe, por lo menos en la gráfica cómica. La fantasía heroica ya está ausente del espectro de lo creíble aun en los ingenuos 50: en Peanuts, se refugia en la parodia del Barón Rojo.
Peanuts inaugura la llamada historieta intelectual en la segunda mitad del siglo XX, en tanto su humor se basa en la angustia. En la tira, el mundo infantil está cerrado al adulto; espacio sin dependencias generacionales que intenta elaborar una doble atmósfera alegórica: sátira de la sociedad contemporánea por un lado, y reflexión existencial por otro.
Los personajes de Schulz, que nunca abandonan la fantasía de ser amados, son sujetos básicamente psicológicos; aunque también lo son de un modo sofisticado. Pero esta sofisticación tiene que ver con la acumulación de lecturas que se puede hacer en el medio siglo de su existencia.
La simplicidad formal y visual del cómic de Schulz contribuye a una lectura intelectual de su contenido. Los encuadres y los planos no son extravagantes sino directos, de figuratividad llana. La representación de las viñetas se dispone según la altura de la mirada, con lo cual la volumetría se basa más en una concepción escénica que en la multiplicidad del montaje fílmico, al contrario de, por ejemplo, los superhéroes de la Liga de la Justicia de la D.C. Comics o de los un poco más angustiados superhéroes de la Marvel. Más aún, el dibujo de Schulz explora el esquematismo y la simplicidad a través de un reducido repertorio de gestos y de la perturbadora relación entre el diálogo mínimo y la monotonía de la expresión visual.
La no credibilidad de la forma en la tira afianza, a su vez, las dos grandes lecturas que ha habido sobre Peanuts: para algunos, un cómic del absurdo; para otros, un cómic filosófico. Snoopy encarnaría la unión entre filosofía y absurdo.
Según Juan Sasturain, la deliberada precariedad del grafismo de Peanuts es su modo de privilegiar el enredado mundo de las relaciones personales. Atrapado cada personaje en su propio quiebre psicológico, el único modelo de salvación es la huida al propio delirio, escape solo dado a Snoopy a través de su antagonista.
Cada personaje de Peanuts ve al mundo desde su propia categoría, su punto de vista o su personalidad. Carecen de toda objetividad: el mundo es “su” percepción del mundo y accionar en él es la permanente inmersión en su condición neurótica particular. Incluso, esa neurosis hace que los chicos se conviertan en un grupo inconexo, en una agregación ilógica. Charlie, Lucy, Schroeder o Linus componen historias paralelas y trágicas. Cada personaje se dirige tozudamente hacia objetivos que solo servirán para prolongar su situación actual o para agravarla. Ninguno sabe lo que quiere, y los dos protagónicos: Snoopy y Charlie, en ese orden, lo son precisamente por ostentar el mayor grado de incertidumbre, indefensión e incomunicación. Dotados de innegable densidad dramática, los personajes de Peanuts, con su tragicomedia de la existencia, solventan el humor.
El público de la tira se divide en dos niveles de lectura: uno adulto y otro infantil. Los chicos se divierten y encariñan, pero solo la comprenden y disfrutan los adultos:
• Charlie Brown es el eterno perdedor que refleja un mundo plural de incertidumbres y de contradicciones. Solo él es consciente de su propia condición psicológica y de la de los demás. Como líder del grupo, percibe (y padece) que está rodeado de neuróticos. Atribulado por las preocupaciones, Charlie es un niño sin edad. Su humor es delicado y melancólico, aun cuando exclama: “¡Dios mío!”, autocompadeciéndose. Antihéroe americano, patético y casi trágico, lo único que espera de la vida es aquello que es lógico que todos obtengan, un poco de paz, de felicidad, de amor, de seguridad, pero jamás obtiene ni siquiera eso. Es menos neurótico que sus compañeritos pero decididamente más agónico porque es más parecido a un sujeto normal. La tragedia de Charlie Brown es que él no es inferior. Peor: es absolutamente normal. Es como todos. El problema es que busca la salvación según las fórmulas que la sociedad impone: el arte de adquirir amigos, triunfar en las fiestas, obtener cultura en cuatro lecciones, gustar a las chicas, etcétera;
• Linus Van Pelt es la caricatura de un intelectual: cita la Biblia y pone la vida en perspectiva. Solo es dueño de su propia inseguridad y ansiedad. Aun así, se refugia inútilmente en la falsa seguridad de su manta;
• Su hermana Lucy Van Pelt arruina las fantasías ajenas. Cree saberlo todo y eleva la voz para hacerse entender. Personifica a la matriarca americana, pérfida, segura de sí misma;
• Snoopy es la absoluta indiferencia, la actitud contemplativa, el saber inactivo, un perro que parece no tener necesidad ni de cariño ni de comunicación. Sin embargo, la verdadera gran conciencia de la tira es la de Snoopy, el que ve la unidad del grupo y el que inventa un enemigo y antagonista: el Barón Rojo, aviador alemán de la Primera Guerra Mundial. Sentado sobre el techo de la cucha, Snoopy observa al mundo desde un nivel por encima de los demás. Es un perro soñador. Es el centro de la imaginación de Schulz. Snoopy es el que posee el nivel filosófico más alto de la tira. Sus expansiones son, a la vez, egoístas, apasionadas e independientes porque jamás dice nada, solo el lector conoce su pensamiento;
• Schroeder, el pianista, ama a Beethoven pero no puede amar a las chicas que gustan de él, como Lucy, Violette y Palley, quienes utilizan su femineidad para hostigar a los varones. Es un monomaníaco, un niño prodigio cuyo piano es su propia entidad;
• El enigmático Woodstock parece ser solamente el confidente de Snoopy, por su enredado lenguaje.
Según el dibujante argentino Nik, la influencia de Schulz fue enorme en los dibujantes locales, pero se convirtió más en un éxito de merchandising que de público lector. Su humor era demasiado sutil y, en ocasiones, difícil de trasladar. Sin embargo, “la clave de identificación de Peanuts es el hecho de que esté protagonizado por niños y animales”, acota. “Todos fantaseamos con que nuestras mascotas piensan por su cuenta, que opinen sobre nosotros, nuestras costumbres y nuestras acciones”.
Para Simon Jenkins, Schulz es una mezcla de humorista y filósofo que entregó 50 años de risa y desasosiego en las viñetas de Charlie Brown. Fue la historieta escrita en inglés más popular de la historia, traducida a 26 lenguas incluyendo el latín, con 355 millones de lectores diarios y 300 millones de lectores de los álbumes.
Peanuts fue una maquinaria insospechada de la cultura popular estadounidense, el reverso de una soap opera: porque invoca el placer de continuar viendo, a lo largo del tiempo, la misma historia aun sin verdadero placer, con un regusto agridulce. Si fuera una soap opera sería la absurda saga de un muchacho sin esperanza, de una chica a la que le duele la nuca, de su hermano y de un lacónico perro que viven impertérritos y sin modificaciones durante la mitad de un siglo.
El universo de Schulz es tan ingenuo como amargo, tan soft como surrealista. Cuando Lucy exclama enojada: “El problema contigo, Charlie Brown, es que no sabes cuál es el problema contigo” (The trouble with you, Charlie Brown, is that you don’t know what’s the trouble with you), la mitad del mundo se ríe, la otra mitad comprende con angustia. El público apreció el sentido del humor más que el entretenimiento, como si la agonía de las relaciones humanas pudiera salvarse con una broma. Ese sentido del humor es el que permite que hasta la peor atrocidad se rinda; así lo piensa también Roberto Benigni con su personaje payasesco en medio del Holocausto, en La vita è bella.
Para muchos, unir horror con humor fue una revelación magistral del comediante italiano, para un fan de Peanuts, era una costumbre. El humor de Schulz provocaba una sonrisa agonizante cuando se leía su tragicómica entrelínea cultural: una mezcla de Sören Kierkergaard y Buster Keaton.
Probablemente esa tragicómica hebra de una segunda lectura esconde un sesgo autobiográfico. Una sola vez, Schulz admitió que él era Charlie Brown: “Estoy atrapado en mi propia infancia y esa es mi salvación. Cuando era chico estaba seguro de que mi cara era tan vulgar que la gente no me reconocería incluso habiéndome visto antes. Pero lo peor es que con el tiempo me vi reflejado en un montón que cree exactamente lo mismo. Lo que ocurre es que nadie puede reconocer a nadie”.
En una memorable viñeta, Charlie se disculpa porque llegó tarde a una fiestita, y sus compañeros le responden: “No te preocupes, ni siquiera nos habíamos dado cuenta de que estabas aquí”. En otra, hay un pequeño gran monólogo de Charlie: “La pequeña pelirroja tiene un montón de amigos. Yo, no. Claro, ella dice que los opuestos se atraen pero si ella es realmente alguien y yo no soy nadie, no soy ni siquiera su opuesto”.
Peanuts significa maní, pero también menudos, insignificancias. Pero la Agencia Unites Features Syndicate, aquel 2 de octubre de 1950, se había equivocado al darle ese nombre a la nueva tira cómica contra la furia de su autor que hasta ayer desconoció la paternidad de ese vocablo dado a sus personajes. Al cabo de 40 años, los lectores del mundo entero, cuando oyen la palabra peanuts, no piensan en maníes sino en los personajes de Schulz.
Todos creemos que el amor nos cuidará, que un hogar será nuestra promesa de seguridad, que un perrito será nuestro compañero cariñoso y, escépticos, que aparecerá una Lucy gritándonos: “Tonto, al final perdiste”. La de Charlie Brown es una búsqueda imposible por sortear su propia soledad. Lucy Van Pelt grita subrayando la frustración de Charlie: “No es divertido ni siquiera golpearte, Charlie, golpearte a vos es como golpear a la nada”. La masculinidad americana se rinde en ese predicamento.
El antropomorfismo de los personajes de Peanuts no puede ser tomado en serio. También hay sentido del humor en la reproducción de la criatura humana. Está tan lejos del adorable sadismo de los animales realistas de Disney como cerca de Lewis Caroll o de Tolkien. Mejor así: los humanos no soportamos demasiada realidad. Con su ejército de animales y chicos, Schulz quebró esa fácil tolerancia con el realismo y habilitó el éxito de los cabezudos.
Hundirse en la mediocridad y en la derrota puede tornarse en la desesperación más salvaje. También puede ser una simple frase de Charlie Brown: “Nunca pensé que terminaría de este modo”. Las muchas veces que Charlie reflexiona de este modo está practicando, en realidad, su ruptura con la condenación. El fin del mundo nunca termina de llegar; siempre hay un nuevo juego de fútbol que Charlie no podrá jugar o será derrotado o enmugrecido. El único optimismo de la derrota es que siempre habrá una nueva oportunidad de ser derrotado.
En ese juego de conciencia e inconsciencia de la derrota está el humanismo de Schulz, su punctum filosófico. Se trata de “una” filosofía no de “la” filosofía. Es una filosofía en la que se celebran las máscaras de la felicidad o se entiende la felicidad como una máscara. El humor es el velo de la caducidad y de lo evanescente, de aquello que se desgasta cotidianamente, el humor es el velo de las expectativas frustradas, pero es cálido, acogedor. Una filosofía de la existencia que oculta y desenmascara a la vez la esencia. En lugar de preguntarse quiénes somos, responde: esto somos nosotros, esta oscura noche del alma, esta fugacidad huidiza, este abismo, riámonos de esto, liberémonos del nihilismo porque el nihilismo también es risible. No es un final sino un principio. El filo de la navaja que separa el optimismo del pesimismo está en la ambigua alegría de ser consciente del fracaso.
También es filosófico en el retrato de la mujer americana: una y otra vez Schulz nos ha demostrado que esa mujer que todos deseamos es simplemente una bruja, la que nos quita el poco resto de autoestima que nos queda. Esta misma experiencia es la que llevó a cabo durante medio siglo Charles Schulz: desde niños los lectores pudieron apreciar a su modo lo que el humor escondía, un sustrato filosófico, y fueron creciendo en esta adicción a medida que se hicieron grandes, la disfrutaron todavía más, incluso hasta la analizaron.
Lo que el humor esconde en Schulz no es oscuro ni exclusivista. La popularidad universal de Schulz sugiere que una de las mejores maneras globales de invitar a pensar es a través del humor.
Según Henry Allen, la terrible verdad es que si lo único que hiciste ante los cómics de Schulz fue reírte es que estás loco. No, seguro que no. Empezaste riéndote, pero como conservás algo de sanidad, entendiste nerviosamente las verdades que preferiste ignorar acerca del mundo, de su egoísmo y de la siempre presente indiferencia de Dios. A la linda gente de Peanuts le ocurren cosas horribles. Al revés de lo que dice la Biblia, que los castigos le vienen al pecador, a los personajes de Peanuts les vienen castigos sin ningún tipo de razón.
Te acordás de aquella tira en que Charlie dice: “A veces permanezco despierto por la noche y me pregunto por qué yo, y me respondo: nada personal, es simplemente que tu nombre fue el primero que apareció en la lista”. ¿Te acordás de este otro?: Charlie y otro chico están mirando a un cielo lleno de estrellas y Charlie dice: “Basta, entremos y pongámonos a ver la televisión, estoy empezando a sentirme demasiado insignificante”. En estas tiras está el significado de la tristeza americana, que Schulz extendió al mundo e hizo universal.
Schulz hizo que nos redimiéramos de esa angustia del presente y del futuro. Releemos que la rutina, el olvido, la soledad de todos nosotros pudo invocar una especie de risa, algo así como un humor que atrapó y suavizó la gran dureza de la existencia. Una vez Schulz dijo: “La felicidad no es muy alegre”. En esta suerte de verdad humorística está el rigor de Peanuts. Los fragmentos de felicidad son experiencias subjetivas como en el pajarito Woodstock y esta terrible y simple claridad nos hace reír cuando uno recuerda que fue dicha durante medio siglo, antes de este presente acelerado, desafecto de pasión, alienado.
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