«Ruta 40 es un proyecto de inclusión educativa que realizó Educ.ar en conjunto con el Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de la Nación. Un laboratorio móvil se movilizó desde La Quiaca hasta Río Gallegos, para acercar una serie de dispositivos (realidad virtual, drones, robots, impresoras 3D, etc.) a 15 comunidades del país distribuidas a lo largo de los 5.000 kilómetros que forman la emblemática ruta».

Fui pre seleccionada y luego sorteada y gané para poder, aún siendo de otra área, participar en una parte de la ruta. Me tocó llegar al Bolsón y terminar en el kilómetro 0, en Río Gallegos. Tuve el placer y el honor de acompañar a un equipo muy especial.

No voy a entrar en detalle en lo que podría ser mejor, en lo que podría ser más divertido, más útil, más… Ni en las características “especiales” de mis compañeritos (habló la “no especial”…). Entre frikis, definitivamente, nos entendemos. Cada kilómetro guarda una anécdota en todos los sentidos: comidas, bebidas, hoteles, docentes, alumnos, dispositivos, idiomas, etc.

Pero pasemos a lo importante. De todo, todo, todo, lo que más me llevo son satisfacciones. La primera, haber aprendido a manejar drones y robotes (robots no rima), usar la impresora 3D, seguir sin saber usar la cortadora láser y nunca acordarme del nombre del aparato impresentable (un mastodonte) que cortaba con precisión. Disculpen, muchachos, pero en su lugar ¡podríamos haber armado una kermesse!.

Una vez, un amigo me dijo para mi cumpleaños: “Querida Beth, de todas las cosas que admiro en vos, quizás la más notoria sea que a pesar de saber y haber conocido muchas más cosas que la mayoría de los mortales, seguís teniendo la curiosidad y la humildad para buscar y aprender, intactas. Te quiero mucho mi socrática genia, feliz cumple!”. La curiosidad es lo que me permite seguir siendo una nena y, paradójicamente, seguir creciendo.

Lo cito porque creo que este detalle es lo que me permitió y me permite (y espero me siga permitiendo) que continúen eligiéndome para ser parte de proyectos en los que, habitualmente, darían oportunidad a gente joven, que aún tiene ganas de dormir en una habitación con otras 5, que se permite vivir una experiencia de viaje como si estuviera en un viaje de egresados y otras nimiedades. La posibilidad de que alguien descubra que una persona pueda querer seguir aprendiendo hasta los 198 años es mínima, a pesar de que se habla tanto de la formación continua (mucho bla, bla). Gracias al proyecto y a los 7 compañeritos que me bancaron, esa posibilidad se hizo realidad.

Y ahora, a la historia. Poder llegar a un lugar como Río Mayo, una localidad del departamento Río Senguer, en el sudoeste de la provincia del ChubutArgentina, con una población de 2.791 habitantes (2010), por ejemplo, con un camión que se abre como si fuera un regalo con sorpresa, no tiene precio.

Volvamos a las satisfacciones de este viaje. La segunda fue ser parte activa, testigo de compartir con los chicos dispositivos que les serán cotidianos, con los que trabajarán, se moverán, usarán. Las tecnologías que llevábamos con nosotros servirán para abrirles la cabeza, motivarlos, hacerlos pensar… Sé lo que están pensando: pareciera que uno les está diciendo: “mirá todo lo que nunca vas a tener”, pero no. Mi experiencia es que a veces, una no podrá acceder a ciertas cosas, es verdad, pero eso no implica que ese segundo único, sea inútil. Si esto no fuera así, jamás iríamos a un museo porque no nos podemos llevar un Calder en el bolsillo, y sin embargo, ver un móvil de cerca, recrear la sensación de su creador, imaginar nuestra propia creación a partir de los ritmos, velocidades y luces que experimentamos, no es moco de pavo.

Mi función en esta vida es investigar (y hacer reír, pero no nos vayamos de tema), y me ha pasado muchas veces que hablo sobre cosas que nunca he visto. En esta oportunidad, pude «vivir» ciertos escritos. En 2008, fue la primera vez que escribí una nota sobre Scratch. Hoy, resulta algo familiar y casi de moda, pero en ese momento era una cosa revolucionaria: programar como si armáramos un rompecabezas… Sin embargo, fue recién en este viaje que pude hacer que algo «funcionara» en la realidad, a través de este programa ya que los drones se manejaban desde una tablet que era programada antes de despegar. Igual que los robots. ¿Y qué fue lo bueno de esto?.

Les voy a dar un ejemplo: cuando les enseñábamos a los chicos a programar, intentábamos dar una cantidad limitada de instrucciones (órdenes) para que los drones llevaran a cabo. Muchas de esas instrucciones hacían que los drones fueran estrellándose contra las paredes: porque volaban muy alto, porque giraban para el lado equivocado, etc. Cada escuela tenía sus espacios (alturas, recovecos) y como dije, era cuestión de ir probando en cada oportunidad.

Una cosa que me encantaba y que ocupaba bastante poco era la acción de «flippear». Me la pasé flippeando (mi cara de asombro era aún mayor que la de los chicos). Pero bueno, a lo que voy es que si me hubiera quedado en la escritura y hubiera dado eso como secuencia didáctica a cualquier docente escuela, etc., hubiera sido un grave error. ¡Hay que probar antes de hablar!.

Dos ejemplos más ganados con la capacidad de observación: llegó el momento del casco virtual. Calafate. Se sienta una chica y empieza el relato. Entre los videos posibles, había dos en los que se experimentaba un paisaje nevado. Uno era el del Glaciar Perito Moreno y el otro de Ushuaia. Yo les iba preguntando qué veían para que todos, de algún modo, participáramos e hiciéramos comentarios. Me describe una parte y le digo: «es el glaciar», ella contesta: «no puede ser». Asombradísima, le pregunto: «¿y cómo sabés?». «Porque detrás del Glaciar Perito Moreno, las montañas tienen vegetación, son verdes. En los otros, no» me respondió. Más allá de si es verdad o no, lo interesante es que me estaban enseñando cómo reconocer un glaciar de otro. La porteña quedó en offside.

Cuando hacíamos lo de los cascos, en general, yo los hacía caminar. Mis compañeros me decían: «¡Es lo mismo, no cambia lo que ven!». Sin embargo, la experiencia era diferente. Posiblemente solo una cuestión de sugestión. Pero la verdad es que los chicos se sentían motivados, se oían más «woooww» y «¡qué alucinante!». Vamos a la observación propiamente dicha: los chicos de primaria, todos querían levantarse, caminar, etc. Los de secundaria, no. ¿Ya empieza la vergüenza?. ¿Tienen miedo hacer el ridículo?. No lo sé. Habría que preguntarle a un especialista. Lo que sí sé es que para lo que estábamos haciendo, marcaba una diferencia que, posiblemente, había que tomar en cuenta para una posible secuencia didáctica. Cosa que desde mi escritorio hubiera sido imposible de adivinar.

Sin embargo, voy a defenderme un poco. Hay investigadores y hay gente que va al campo. Cada uno con su tarea. No todos hacemos todo, y eso me parece bien. No es obligatorio que yo sepa lo que existe fuera de mi mundo teórico. Pero si por una de esas casualidades de la vida, salgo, es un plus. Eso fue lo que sucedió: me gané el plus. Lo malo de esto es que ahora quiero hacer todo: encerrarme en las bibliotecas y ser piloto profesional de dron. Por eso resultaba indiscutible, teniendo la oportunidad de revertir esto, pasar a la práctica. Posiblemente yo tampoco vuelva a estar cerca de un dron, pero ¡quién me quita lo droneado!.

Para mí, salir de mi autismo bibliotecario y teórico tuvo un gran valor, y no solo por el hecho de ir al terreno a jugar como si fuera una más, sino también porque tuve la oportunidad de escuchar a los chicos de primera fuente. Ese es otro detalle al que no estamos habituados: hacemos aplicaciones, documentos, planes y nadie prueba nada. Nunca se toma en serio lo que el usuario necesita. La famosa UX es un valor que pocos tienen en cuenta y así pasa que sabemos un montón y en realidad, sabemos la mitad. Esta oportunidad de conocimientos compartidos, el práctico y teórico, la afluencia de diferentes «especies» fue sumamente enriquecedor.

Si bien el hecho de que yo viniera de “otro palo”, del de la  la investigación, no fue integrado en la práctica (no di capacitaciones, ni expliqué por qué y para qué podríamos usar cada uno de los dispositivos o tecnologías que se desplegaban), bien lo hubiera podido hacer. No hubo tiempo, no era el momento, no importa. Hice otras cosas: me puse a escuchar.

Y ya no hablo de los docentes. En general, decimos: “vayamos a buscar a los docentes perdidos por el país, ellos también hacen cosas maravillosas”. ¡Hablo de los chicos!. El caso de Río Gallegos es una muestra de lo que estoy diciendo. Los muchachos crearon el Club de Ciencias de la Escuela Industrial Nº 6 que puede ser la envidia de más de un club a nivel mundial: su organización, su capacidad de capacitación peer to peer («¿y quién da las clases, las capacitaciones?». «Nosotros. El que quiere explicar algo a los otros, lo hace»)su entusiasmo, su modo de conseguir el dinero para financiar sus propios viajes y dispositivos, su modo de integrar profesores, todo era fantástico, increíble en el sentido literal del término.

Esa fue la tercera satisfacción en este viaje. Aprender de ellos. Saber que aunque estén, literalmente, en el fin del mundo, los chicos hacen cosas, piensan cosas, enseñan cosas, comparten cosas y todo eso. A una pregunta como: «¿Y los profesores, cómo llegan?, ¿a quiénes ‘aceptan’ o ‘convocan’?», respuestas como éstas: «básicamente se suma quien tiene onda…». Y por eso, hay profesores de informática, pero también de educación física o de portugués. Y nosotros que queríamos enseñarles algo… ¡Aprendan! estos pibes la tienen clarísima: no hay división entre docente-alumno, no hay materias más o menos «útiles» para clubes de ciencia, tecnología o lo que sea. 200 pibes que mueren por estar en el club y seguir creciendo.

La cuarta satisfacción en este viaje fue la de ejemplificar con mi propia figura la importancia de un trabajo en equipo, la importancia de un trabajo multidisciplinario. Todo proyecto se enriquece cuando hay diversidad: de edad, de profesiones, de energías, de… (podría seguir hasta el infinito). Y si tuviera que volver a ir, posiblemente ya sabría moverme de otra manera, entregar otras cosas, charlar de otro modo. Cada viaje es una experiencia diferente y dialéctica. Esa es mi conclusión: si dejamos de lado intereses, horarios, esquemas, calendarios y otras chucherías, lo que cada niño puede concedernos es un universo incuantificable.

Ruta 40 fue un ejemplo de todo eso junto: lo malo y lo bueno, lo aprendido y lo por aprender. Como un videojuego se fue creando y se irá modificando según su usuario, prueba y error. Fin del viaje. Game over. Del mío, solo del mío. Ojalá me gane un par de fichines para volver a intentar.

 

PD: Agradezco a los compañeros (los antes mencionados frikis) que me tocaron en suerte (algunos rotaban, otros se bancaron los dos meses completitos): Matías Cacciagrano, Paula Polacchi, Melina Morales, Alan Arias, Matías Cociolo, Ezequiel Rojas (el Colo) y Federico Motta. De todos puedo hablar mal. Sépanlo.

PD: Agradezco a mis otros compañeritos Agustina Guirao, Ezequiel Jouly y Tania Nuñez que con su trabajo y buena onda, desde «tierra», hicieran posible -a pesar del G20 y la niebla- que volviéramos a casa sanos y salvos.