Los museos de comunidad son, por lo general, museos pequeños, casi familiares. Son museos que se establecen casi, en su totalidad, a partir del esfuerzo de algunas familias, para resguardar lo poco que se tiene del pasado. Lugares que lucen como el living de la casa de una abuela. ¡Ojo!, esto no es una crítica. Es una simple descripción: en la casa de «los abuelos» hay olor a familia, a bizcochuelo, pero nada se puede tocar, la paleta de colores no pasa del sepia y no se participa. Se contempla.

Convengamos también que ya no quedan casi nietos a los que les gustaría que le regalen una radio spika en lugar de un Ipod 5. A menos, por supuesto, que se trate de un amante de lo vintage, un hipster o un snob. Y los abuelos no se quedan atrás.

Cuando me enteré de las Jornadas de inmigración y Patrimonio Cultural, en Moisés Ville, pensé que era casi automático reflexionar sobre la inmigración en el contexto museístico y la posibilidad de la inclusión de las tic: uno llega de otro lugar y trae consigo, según las circunstancias, algo de ese otro lugar, del viaje, del pasado, de su vida “anterior”. Al tiempo, alguien decide crear el museo o va conformando un espacio en el que se resguardan esos objetos y sus historias. Y allí, los mismos se encuentran con otros objetos y su propia historia. Es como un lugar de reunión en el que los recuerdos fragmentados se reencuentran. Es como la escenografía de un rompecabezas. El museo deviene el tablero en el que se reconstruye la historia de un pueblo.

La casa de la abuela de todos. Pero todas estas mismas razones hacen que, en general, los museos se dirijan a un público mayor, limitado, específico. A un público que, en realidad, es el protagonista. Lo que necesitamos es que nuevas voces se apropien de esos objetos y esos recuerdos. Los adopten, los transformen, etc. No sólo porque esas nuevas voces serán la de los herederos, sino porque las voces de los protagonistas, tarde o temprano, dejarán de existir. Y aquí es donde hacen su entrada (veremos si triunfal), las tic.

Un modo casi automático y que se está llevando a cabo, poco a poco, en todos los museos del mundo, es el de la digitalización. Una manera fácil de resguardar los materiales. Digo fácil porque es un proceso técnico. El otro modo al que quiero referirme es más complicado porque implica sentimientos, producciones, relecturas, relaboraciones, etc.

Ya he mencionado este tema en otro artículo (escrito en el 2008), pero lo vuelvo a tirar en el tapete: El museo fue pensado siempre como un espacio estático, un lugar donde se guarda la memoria, el pasado. En este espacio, casi por definición, se debe permanecer en silencio, con una gran concentración y especialmente motivados por un gran interés.

Si uno busca la definición de la palabra museo en el diccionario de la Real Academia Española lee: “(…) cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición de los objetos que mejor ilustran las actividades del hombre (…)”.

Conservar, estudiar, exponer… ninguno de estos verbos denota un movimiento, más bien habla de algo fijo, pasivo. Un lugar en el que se mira, se observa y, hasta ahora, casi nada más. De hecho, un elemento que caracteriza la “geografía” del museo es el famoso banco (banqueta) enfrente de la gran obra de arte. Contemplar, esa es la palabra que asociamos, automáticamente, con los museos: un acto casi pasivo por excelencia.

Hoy, la contemplación, y su consecuente recorrido (pasivo) por parte de los visitantes, ha dejado de ser tal, para pasar a la actividad de un usuario que, actualmente, interviene y hasta modifica lo que ve (concepto de prosumer). La nueva generación de usuarios/visitantes se caracteriza, justamente, por ser hiperactivos. El prosumer interviene, crea, “no se sienta”.

Tradicionalmente, uno recorre las salas de la primera a la segunda, y de la segunda a la tercera. ¿Qué pasaría si hiciéramos un recorrido cortazariano: “no vaya a la sala 1 y luego a las 2, haga un recorrido libre”?. Es posible que la historia de la pintura no cambie su sentido –como pasa con la historia de Rayuela– pero sí que sirva de metáfora: siempre hay otra manera, la manera “creativa”. La linealidad y el estatismo es lo que debemos desterrar.

Para implementar esta idea del museo para el nuevo visitante, el “prosumer”, es necesario cambiar el tradicional imaginario colectivo del museo. Ahora el público impone (trae consigo) elementos que se integran al recorrido habitual, lineal y tradicional, por ejemplo: los teléfonos móviles, los iPad, etc. Los museos tienen que aprender a utilizar estas “nuevas partes del cuerpo” y aprovecharlas.

Teniendo en cuenta que las nuevas tecnologías comienzan a intervenir en todos los espacios, incluyendo los museos, y que los visitantes han comenzado a cambiar su actitud pasiva (contemplación vs. participación), es importante reflexionar y, como consecuencia, generar nuevas propuestas que permitan a la comunidad visibilizar y amplificar su patrimonio cultural.

Los nuevos formatos permiten una preservación de la historia y, por ende, de la memoria, con un alcance mayor del que hasta este momento se tenía. Estas nuevas estrategias de comunicación, utilizando nuevas tecnologías, contemplan el uso de videojuegos, aplicaciones mobile, proyectos de comunicación transmedia, uso de códigos QR, entre otros modelos digitales, para ampliar y profundizar en los contenidos de cada pieza expuesta.

El acervo cultural, su tradición y su historia es lo que da identidad a un pueblo. Si los perdemos, la historia se desfigura. Es necesario, por lo tanto, encontrar nuevos modos de revitalizar esos valores que nos identifican, y creemos que las nuevas tecnologías ayudarían con la preservación y el estímulo de los jóvenes por conocer dicha historia.

De acuerdo a todo lo que hemos podido ver, es evidente que la tecnología traería grandes beneficios en la modernización de los museos. En primer término, por las características en sí mismas que hacen de las nuevas tecnologías, herramientas atractivas para la generación de jóvenes que estamos educando y, en segundo término, porque permiten un desarrollo social y político, una apertura de una comunidad que traerá aparejado una educación más completa y no sólo eso, sino un individuo más comprometido, globalizado e integrado.

Uno debería querer ir a un museo de la comunidad por las mismas razones por las que va a otro museo cualquiera. Para contemplar, pero también para participar. Para reconstruir, para aprender, para reflexionar, para compartir, para retransmitir.

Interactividad es un término que ahora se usa mucho. Y, en general, se lo comprende mal. Se cree que interactividad implica la inclusión de los fuegos artificiales. Algo interactivo es algo moderno, nuevo, que explota, que se mueve. Pues bien, no es así. Interactividad significa, simplemente, «actividad entre». Es decir hay un elemento A que entra en relación con un elemento B. La interactividad va evolucionando y otros elementos se suman. Pero veamos unos ejemplos, a los que yo llamaría, antecedentes de esta interactividad, hoy, tecnológica.

Son ejemplos en el que se juega con la identificación del otro, con la posibilidad de “ponernos en los zapatos del otro”. Se interactúa a partir de este concepto.

Dos casos se me vienen a la memoria en este momento: ambos en Berlín. El primero, en el Museo judío de Berlín. El museo está estructurado a través de ejes. En el eje del Holocausto, nos encontramos con un callejón sin salida que cada vez se hace más estrecho y más oscuro y que termina en una puerta: la entrada a la Torre del Holocausto. Al entrar, nos encontramos con un espacio vacío, frío, oscuro, de 24 metros de altura donde la única luz que entra es, a través de una pequeña ventana, en un extremo del techo. La sensación es, de verdad, indescriptible. Se supone que uno se siente como si estuviera dentro de un campo de concentración, encerrado, pero sabiendo que existe algo afuera a lo que no se puede acceder. La angustia que se siente no debe ser ni la milésima parte de nada, pero algo produce.

El segundo ejemplo es el nuevo (ya no tan nuevo) Memorial del Holocausto en plena ciudad. Es una especie de laberinto en el que uno se va adentrando, y la sensación es que el espacio se va achicando. 19 mil metros cuadrado, 2711 columnas de hormigón armado de diferentes alturas que llegan hasta casi los dos metros. La intención es identificarse con la sensación de desorientación y angustia que vivían las víctimas del nazismo respecto a su futuro.

Hoy, además de esta arquitectura “participativa, motivadora”, nos encontramos también con la tecnología que intenta el mismo objetivo. Términos como peer to peer, engagement, user generated content, cultura maker, experiencia enriquecida del usuario son parte del vocabulario que describen las tendencias del momento. Y de esto es de lo que hablé en Moisés Ville, en las Jornadas de Inmigración y Patrimonio Cultural que se llevaron a cabo el fin de semana pasado. De cómo la tecnología puede hacer que situaciones, ancestralmente reconocidas como pasivas y anquilosadas, devengan activas.

La particularidad de esta interactividad «tecnológica» es que suma un nuevo elemento a la ecuación. Hagamos una introducción: en mis años mozos, siendo estudiante de Historia del arte, una de las más viejas cuestiones era reflexionar y discutir sobre el valor de la obra de arte. Es decir si una obra de arte lo era, hubiera o no un público que la percibiera (un concepto no físico). La verdad es que era un dilema que, para mí, estaba resuelto. El Davide, aún abandonado en el fondo de un sótano oscuro, es el Davide.  Pero eso no importa. Lo que quiero explicar es que hoy, con este nuevo visitante (prosumer), esta ecuación cambia.

Ayer se discutía si una obra de arte lo era o no. Hoy, además de esta obra de arte (percibida o no), la tecnología permite una segunda obra de arte (discutible pero física, tangible, real) que es el resultado de la interactividad: el producto de este prosumer: los llamados mash-ups, fanfiction, etc. No está en discusión (al menos, no hoy) si estos productos son o no obras de arte, sino de la posibilidad de que un objeto estimule hasta tal punto a un usuario, lo provoque de manera tal que éste produzca un nuevo objeto. Sino pregúntenle a Tarantino si su Kill Bill (verdadero mash-up) es una obra de arte o no…

No hablo de hacer una kermesse en el museo. Hablo de compartir experiencias. De abrir la cabeza a otros recorridos. Hablo de conocer la historia de otro modo. De resguardarla y enriquecerla, de compartirla y transmitirla con nuevos formatos porque somos nuevos usuarios.

En 1994, visité el museos de la isla Ellis, en New York. Recuerdo que uno podía buscar en la computadora su apellido y encontrar así, a la familia que había ayudado a la llegada o entrada de, en este caso, mi familia a dicho país. Sólo puedo decirles que cuando vi, efectivamente, mi apellido junto al apellido de la familia que nos había ayudado, ¡me sentí en la NASA!. Algo tan pequeño y tan simple. Pero ¡era 1994!.

Lo que, en definitiva, hay que entender es que un nuevo museo se está gestando. Los museos de comunidad, necesitan, aún más, comprender este cambio.

La inmigración es un proceso que conlleva varias etapas: la causa de la ida, el viaje, la llegada, el establecimiento… Y todos esos momentos no deberían permanecer encerradas en un espacio. Porque son parte de la historia de un pueblo y, como tales, deben ser transmitidas, resignificadas. Deben abrirse hacia el futuro. El museo necesita ser un espacio que enmarca el pasado, pero también un lugar que se proyecta al futuro.

¿Cuál es la solución?. La posible inclusión de una estrategia digital 360º. ¿Cómo? pensando en estrategias pedagógicas como la gamificación; teniendo en cuenta las diferentes formas de fidelización a través del concepto de peer to peer y otros; el uso de las redes sociales; el desarrollo de plataformas interactivas; la investigación de espacios y tecnologías inmersivas como la realidad aumentada y los google glass; la participación de elementos nuevos como los robots y los drones

Esto suena pomposo y, más que nada, caro. Pues no es así. Nadie sugiere que se salga corriendo a una subasta de drones (aunque me gustaría. ¡Al fin y al cabo la Tate ya los tiene!). Una estrategia digital 360º implica un proceso y, como tal, puede ser escalonado. El primer día (y varios posteriores, posiblemente) se reflexiona sobre el estado del arte del museo en cuestión, el segundo se reflexiona sobre si se quiere cambiar, el tercero se convoca a una reunión y ¡me llaman a mí!.

Hablando en serio. Todo proceso lleva su tiempo. Y se empieza con algo chiquito, y se sigue dando pasitos. Mejor les dejo mi presentación (viejita ya, pero actualizada en mi compu) para que de verdad entiendan de qué hablo. O que para que al menos, compartan conmigo las tendencias.  Es un relevamiento de casos de lo que sucede en el mundo. En este relevamiento verán ejemplos que fueron concebidos especialmente para museos. Sin embargo hay otros, a los que llamo contextuales. Tienen que ver con la historia, con las tradiciones y que, sin lugar a duda, se necesitan para hacer un traspaso de cultura. Y por supuesto, son ejemplos de procesos que bien podrían ser desarrollados en un contexto museístico.

Quién sabe, quizás algún día (espero no muy lejano), alguna de estas maravillas, puedan ser vividas en carne propia.

En definitiva, el cómo uno hace las cosas, qué herramientas utiliza, o si utiliza la tecnología o no, son detalles. Lo que es importante es tener en cuenta el objetivo final. Y no me cabe la menor duda de que todo museo tiene el mismo objetivo: contar una historia.